Todo empieza un día cualquiera. Tienes cita por primera vez en un centro de medicina estética, te ha costado decidirte, tienes miedo, no sabes cómo será el resultado de lo que el doctor te proponga, si realmente merece o no la pena. Luego, de camino a la clínica, llegan las dudas de si realmente será un profesional esa persona a la que pones tu cara en sus manos, si te dejará mejor o peor. Y te haces esa pregunta de ¿porqué no envejecer mejor con dignidad?
Tras comprobar que el doctor era tal y como te habían comentado tus amigas, cierras los ojos y te dejas llevar. Todo está listo para sucumbir a los terribles y adictivos efectos del bótox, del ácido hialurónico. No hay vuelta atrás. Cada micro aguja que traspasa tu piel te condena a una sesión cada 5 ó 6 meses, así hasta el final de tus días o hasta que tu paso por el espejo no te haga sentir peor por ser una mujer independiente y mayor de 40 años en pleno siglo XXI.
La sociedad puede ser muy cruel para la mujer y cada vez más para el hombre. El bótox se lo pone un poco más complicado a las feministas y mucho más fácil al sector publicitario, y a los médicos estéticos, a los cirujanos… Por terrible que sea envejecer es algo que forma parte de la vida, está en nuestro código genético y nos hace luchar contra la muerte, a desafiar lo inerte.
La pregunta es: ¿dónde está el límite para no convertirnos en una sombra de lo que somos, para no llegar a ser un payaso del esperpento? Quizá no haya una respuesta y sólo la tengas tú mismo. Quizá pasear un poco de tu propia mano te podría dar una buena lección de autoestima. Y citando precisamente a un mago de la aguja, al doctor Ricardo Ruíz: «La batalla contra el envejecimiento la tenemos perdida desde que nacemos». Yo me quedo con la de Enrique Jardiel Poncela: «La juventud es un defecto que se corrige con el tiempo».